Afrontar el miedo
AFRONTAR EL MIEDO
Pensemos en el inicio de la vida. La mayoría de mujeres que se convierten en madres es porque así lo desean, sin embargo en nuestro caso, no podemos dejar de pensar en el miedo que nos invadía cuando tuvimos a nuestros propios hijos. Estábamos ilusionados, sentíamos un fuerte deseo y, al mismo tiempo, nos inundaba un gran temor frente a ese proyecto. Deseábamos que todo fuera bien al mientras temíamos el impacto que ese nacimiento podía tener en nosotros. Zozobrábamos frente a los peligros que están relacionados con la seguridad en el embarazo y el nacimiento de los bebés, el propio miedo a no ser capaces de ejercer bien la paternidad y en ocasiones, nos asaltaba el temor al impacto que todo ello podía conllevar con nuestra vida individual, nuestra pérdida de libertad, o dificultades que se pudieran generar en la pareja por causa de ese importante acontecimiento. Aun así, a pesar de esos recelos, disfrutamos del nacimiento de nuestros hijos y de nuestro día a día.
No sentir temor frente a los avatares de la vida, sus vaivenes y sus cambios sería una imprudencia propia del iluso, porque en nuestra existencia, desear algo y a la vez temerlo es una experiencia cotidiana.
Nuestros temores pueden llevarnos a valorar nuestra vida y a hacerla más interesante pero cuando el temor nos atenaza, nos frena y nos hace sufrir es cuando tenemos que poner manos a la obra para encontrar caminos hacia una vida más plena.
Somos seres sociales
Las personas somos seres sociales, es decir,
precisamos de los demás para poder salir delante de una manera sana.
Cuando nacemos carecemos de las capacidades necesarias para sobrevivir, de modo que desarrollamos otras capacidades que nos permitan pertenecer a una red que nos proteja, nos nutra, nos permita crecer. Es por ello que desde nuestra más tierna infancia ponemos en marcha recursos que nos permitan generar vínculos duraderos y saludables para poder proseguir con nuestra vida. Nuestra biología activa nuestros cuerpos para que nuestros sistemas hormonales se equilibren con las personas que nos han de cuidar. Con el tiempo, cuando somos niños, aprendemos las leyes y normas de nuestro entorno y aprendemos a hacer cosas para ser aceptados y queridos por nuestros allegados. Esa vinculación es la estructura del amor y la peor de las maldiciones que puede padecer una criatura es tener el sentimiento de la pérdida de este vínculo amoroso.
Curiosamente, el nacimiento de este tipo de miedo está en el amor.
Parece que sea la otra cara del amor, al que siempre acompaña. Este desasosiego, pues, se convierte en una especie de “pegamento” relacional y aprendemos que ese sentimiento nos ayuda a actuar prudentemente para sentirnos a salvo en los “brazos virtuales” de aquellos que nos cuidan.
La pérdida del amor
Si existe una vulnerabilidad insuperable es la de la posible pérdida del amor y del cuidado. Es por ello, que en la vida las personas nos esforzamos en ser buenas, precisamos del sentimiento que el afecto del otro nos hace sentir. Es por ello que nos comprometemos, en muchas ocasiones en agradar a los demás o en demostrar cuán válidos somos. Sentirse valioso, ser amado en sus diferentes versiones como la del amor filial, la de nuestra familia de origen, o el romántico amor de pareja igual que el reconocimiento social que nos pueden proporcionar nuestros logros son alimentos orientados a sentirnos bien, adecuados y queridos. De ahí, que el dolor que causa la pérdida del amor sea como un lobo que nos muerde poderosamente el corazón. Ese dolor nos lleva a la imagen del miedo, y ese miedo puede llegar a ser paralizante si nos alejamos de nosotros mismos y de nuestros anhelos.
El temor y la prudencia
Otra de las caras del temor es la que nos lleva a vivir la vida con una cierta prudencia. Este tipo de recelo puede hacernos sobrevivir en una situación de peligro, una experiencia estresante o frente a los retos a los que la propia vida nos invita. Todo ello parece estar relacionado con el deseo de seguridad y protección que toda persona tiene, atendiendo a la historia, el miedo ha sido un protector de la vida humana y la incertidumbre ha facilitado que los seres humanos desarrollemos vías extraordinarias para sobrevivir en entornos durísimos.
La carencia del temor, habría acabado con toda certeza con nuestra especie.
Las personas nos movemos entre la ambivalencia de aquello que queremos conseguir y el temor que sentimos ante el fracaso. No es fácil la vida, de hecho, como podemos observar, la vida aparece como una excepción en el universo y ante tanta fragilidad la prudencia y el miedo no son malas compañías. Así pues cuando queremos asegurarnos de que las cosas van a ir bien es importante poder ser comedidos.
Del temor al miedo que paraliza
Como vamos indicando, el temor no tiene porqué resultar nocivo. La vida es rica en experiencias que nos causan temor y eso no es tan malo si podemos aceptar el temor como una acompañante en nuestro viaje.
Sólo cuando evitamos aquello que tememos es cuando alimentamos al monstruo del miedo, sólo cuando pensamos que el miedo se evaporará tan sólo con no pensar en él, o cuando creemos que no llevando a cabo algo que tememos nos ayuda.
Nunca nadie ha conseguido hacer nada sin realizarlo. No aprendemos a conducir sin pasar por el temor de hacerlo, no podemos conocer la felicidad del amor si tememos ser derrotados de antemano. Nadie logró una cita sin correr el riesgo de ser rechazado en ella. Garantizamos una vida lamentable cuando posponemos nuestros deseos, postergamos las sensaciones desagradables que nos proporcionan algunas cosas. A veces le llamamos pereza y, sin embargo, no es más que la evitación de aquello que tememos. La parálisis del miedo se perpetúa en la inacción, en la excusa, y en la duda sin fin. Cuanto más nos alejamos de aquello que queremos, más de ve dañada nuestra autoconfianza y por ello sería conveniente aprender a avanzar a pesar de la inquietud que nos produce aquello que evitamos.
La incertidumbre puede convertirse en la espoleta del miedo a condición de querer controlarlo todo con el pensamiento. Cuando el temor nos atenaza, solemos pensar y pensar, dándole vueltas a aquello que intentamos en vano dominar.
El mundo es maravilloso si estás dispuesto a explorarlo en la acción en vez de buscar verdades tranquilizadoras de antemano.
Uno sólo puede conocer el sabor de un fruto después de probarlo, evitar una posibilidad por querer ahorrarse una experiencia desagradable resulta una gestión ineficaz del miedo. Puesto que las amenazas crecen en la oscuridad de la evitación
Crecer
La armadura del miedo no crece. Nosotros si. Cuando éramos pequeños, aprendimos que el temor podía protegernos y con el tiempo nos damos cuenta de que aquella coraza que protegía nuestro tierno espíritu en la infancia nos viene pequeña, nos resulta tremendamente incómoda. Aquello que sin duda fue útil en el pasado puede que ahora no nos haga falta. Crecer es eso, tomar conciencia de cómo el miedo antaño nos proporcionó seguridad y aprender a reconocérselo para poder sacarlo de nuestro interior para, por vez primera, ir de la mano con él. Ese es el primer paso para poder seguir adelante, en lugar de estar en medio de la calle luchando con la armadura, inmóviles, mientras la vida tiene otros planes.
Podemos negociar con el dragón para pedirle que nos coja de la mano y nos ayude a cruzar la calle encharcada de las dificultades de nuestra existencia.
Alcanzar la madurez
El director norteamericano de cine Francis Ford Coppola suele decir que:
“La mejor manera de prever el futuro es inventarlo”.
Tal vez por eso las personas construimos objetivos y retos en nuestras mentes como recurso para vencer el malestar. Pasamos durante la vida diferentes etapas para alcanzar la madurez de nuestro espíritu. El ciclo del crecimiento parece cumplir con diferentes procesos: Deseamos, nos ponemos en marcha para alcanzar las cosas que queremos, nos acomodamos a esos logros y con el tiempo, esos logros se nos quedan pequeños. Notamos que tenemos necesidad de seguir avanzando, puede que las dificultades nos venzan, y extraemos aprendizajes de todo ello. Durante algún tiempo podemos estar instalados en crisis que nos enseñan a transformarnos y nos obligan a encontrar nuevas maneras de funcionar. Luego, de nuevo, nos acomodamos y con el tiempo, volver a empezar.
Hacia la libertad
No podemos esperar a que el miedo desaparezca por sí solo. No suele irse de nuestra vera así como así. Es un malestar que nos invita al reto paradójico de aprender a vivir con él para vivir si él. Es el caso del que aprende a salir de casa aun sintiendo miedo en lugar de permanecer siempre en ella esperando a ver si mañana ocurre un milagro y me siento bien, el caso del que dice la verdad aun teniendo miedo de que alguien resulte dañado, puesto que todos sabemos que la mentira aún duele más al ser descubierta. Temer y vivir como la vacuna contra el miedo como dijo el poeta Francisco de Quevedo ‘Siempre se ha de conservar el temor pero debemos aprender a no mostrarlo’. Las personas que superan el miedo y la desconfianza que genera lo hacen invitándolos a hacer esas cosas contra las que nos previenen, “Lo haré con miedo pero lo haré”. La experiencia nos suele demostrar de que no es tan fiero el león como lo pintan y de que, a posteriori, los beneficios de hacer aquello que tememos suelen ser muy enriquecedores. Así pues,
ser valiente significa afrontar las vicisitudes de la vida y los retos que comporta aun teniendo miedo. Dejar de pedirnos ser otros para encontrar una manera de ser nosotros mismos pero más eficientes recordando que el coraje no es la ausencia de miedo sino la capacidad de dejarse acompañar por él en la consecución de lo que es importante para nosotros.
Evita evitar
Una de las respuestas clásicas a las cosas que tememos es evitarlas. La evitación puede parecer una respuesta lógica para preservarse de la angustia aunque en grandes dosis perpetúa nuestro miedo y afecta a nuestra percepción sobre nosotros mismos.
Nunca se pudo dominar un acontecimiento evitándolo y, por el contrario, cuando afrontamos nuestros temores y llevamos a cabo las situaciones temidas nuestra persona se ve reforzada.
Afrontar paulatinamente, en cambio, nos proporciona sentimientos de satisfacción y eficiencia personal que redunda en nuestra autoestima. Dar pequeños y prudentes pasos siempre es mejor que no hacer nada por temor.
El poder negativo de las expectativas
Cuando tememos algo normalmente nuestro cerebro genera una imagen interna donde nos vemos a nosotros mismo logrando algo con éxito, con total tranquilidad. Cualquier resultado que no sea igual que nuestra imagen interna, nos genera frustración y tendemos minusvalorar el hecho de haber afrontado la situación. Así pues, las expectativas de éxito pueden estar funcionando en nuestra contra. Qué tal sería decirnos a nosotros mismos: “Aunque salga mal, lo importante es hacerlo”. Si esperamos a estar totalmente seguros de que todo irá bien, seguramente no haremos demasiadas cosas.
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